Hace 4.600-3.500 millones de años
Durante algo más de mil millones de años, la joven Tierra pudo haber girado en torno al Sol desprovista de vida en su superficie.
Lo cual no resulta sorprendente. Al fin y al cabo, sabemos con certeza que en la Luna hoy sigue sin haber vestigio de vida autóctona, a pesar de que tiene la misma edad que la Tierra. Marte también parece estar muerto, en tanto Venus y Mercurio no pueden haber albergado vida tal como la conocemos. Son escasas las posibilidades de que cualquier objeto del Sistema solar, aparte de la Tierra, contenga vida.
Naturalmente, sabemos que la Tierra posee vida ahora, pero ¿cómo estar seguros de que la tenía hace 3.500 millones de años?
Para empezar, los hombres han hallado en su suelo vestigios desde épocas antiguas; vestigios que parecían corresponder a seres vivos no del todo iguales a los que hoy estamos acostumbrados a ver. Cuando la mayor parte de las gentes daban por sentado que la Tierra contaba unos pocos miles de años de antigüedad, se ofrecieron algunas explicaciones extravagantes.
Los restos podían ser de animales que murieron en el Diluvio descrito por la Biblia. Podían representar muestras de la vida formada por Dios y descartadas por insatisfactorias. O pudiera tratarse de muestras de vida formadas por Satán en un fallido intento de imitar a Dios. Y así sucesivamente.
Pero ya en 1570 un erudito francés, Bernard Palissy (1510-1589), sugirió que los vestigios hallados en el suelo (fósiles, término derivado de una palabra latina que significa «excavar») representaban formas primitivas de vida ahora extintas. Esto se tornó más verosímil a medida que se hizo más evidente que la Tierra era mucho más antigua de lo que se creía.
En 1859, el biólogo británico Charles Robert Darwin (1809-1882) elaboró una compleja descripción del mecanismo en virtud del cual la vida cambiaba lentamente su forma, en el curso de una «evolución biológica», bajo la fuerza rectora de la selección natural.
Cuando, con el tiempo, las rocas pudieron fecharse con exactitud, se echó de ver que algunos fósiles tenían cientos de millones de años de antigüedad.
Incluso los fósiles más antiguos, sin embargo, correspondían a organismos complejos, a los que debieron preceder otros más simples. Al fin y al cabo, los fósiles consisten principalmente en las partes duras de esos organismos: caparazones, huesos y dientes. Los organismos más sencillos es posible que no hayan poseído partes duras, y por tanto no habrían dejado tras de sí fósiles fácilmente reconocibles.
Los organismos simples que hoy día viven en libertad son formas de vida microscópicas unicelulares llamadas bacterias.
Las bacterias son procariotes, término que deriva de las palabras griegas que significan «antes del núcleo». Se llaman así porque en las células ordinarias, mucho mayores (como las que forman nuestro cuerpo), hay pequeños núcleos que contienen el mecanismo que permite a las células multiplicarse. En las bacterias, ese mecanismo reproductor actúa a partir de la pequeña célula y no existe núcleo. Dicho de otro modo, la bacteria puede considerarse toda ella como un núcleo.
Algunos procariotes contienen clorofila, un compuesto complejo que permite obtener energía de la luz solar, y con esta energía, descomponer agua en hidrógeno y oxígeno. El hidrógeno se combina con el anhelo carbónico para formar componentes celulares, y el oxígeno se libera en el aire. Estos procariotes de contenido clorofílico presentan una coloración azulada y se denominan cianobacterias (cyano viene de la palabra griega que significa azul).
A partir de 1954, el paleontólogo norteamericano Elso Sterrenberg Borghoorn (1915-1984) consiguió localizar trazas de los que parecían vestigios de procariotes en rocas muy antiguas. Obtuvo delgados cortes de dichas rocas y las estudió al microscopio. En ellas encontró estructuras circulares que tenían el tamaño aproximado de células procariotas. Había además vestigios de estructuras aún más pequeñas en el seno de esos objetos, que parecían ser la clase de estructuras que existían dentro de las bacterias.
Las rocas más antiguas en las que se hallaron esos vestigios de procariotes se consideró que podían tener 3.500 millones de años, lo cual nos demuestra que la vida pudo existir al menos con esa antigüedad. Pero pudo haber existido en algunos períodos anteriores.
Naturalmente se plantea la cuestión de cómo se formaron esos procariotes. Cuando la Tierra empezó a existir, debió haber, o acaso se desarrollaron luego, una atmósfera y un océano. Los cuales sin duda contenían moléculas muy simples: nitrógeno, anhídrido carbónico, metano, amoníaco, agua, etc. Para que aquellas simplicísimas moléculas pudieran llegar a formar las mucho más complejas que caracterizan aun las más sencillas formas de vida, tuvo que aplicarse alguna energía.
Esto, en sí mismo, no constituye problema alguno. La Tierra primigenia debió ser rica en energía: el calor interno se manifestaba en erupciones volcánicas y manantiales de agua caliente, en la atmósfera se descargaban rayos, el Sol emitía luz ultravioleta, etcétera.
Preciso es admitir, sin embargo, que aún no se ha dilucidado cuáles fueron exactamente las etapas a través de las cuales las moléculas simples, con la aportación de energía, se convirtieron en las moléculas complejas de la vida. Pero en cualquier caso, y con independencia del mecanismo que actuara, existía vida en la Tierra hace 3.500 millones de años. (Asimov, 2013, pp. 6-8)